El biometano en España, una oportunidad estratégica ‘en pausa’

El biometano en España, una oportunidad estratégica ‘en pausa’.

El biometano ha dejado de ser una promesa tecnológica para convertirse en un activo geopolítico de primer orden. En un escenario europeo marcado por la urgencia de reforzar la soberanía energética, España dispone de un potencial único: producir casi la mitad del gas que consume a partir de sus propios residuos. Sin embargo, la falta de ambición y de un marco regulatorio estable amenaza con dejar en pausa una oportunidad estratégica para la economía, el medio rural y la seguridad energética del país.

Europa ha comprendido, quizá de forma abrupta, que su modelo energético dependía en exceso del exterior. En este contexto, el biometano ha pasado de ser una tecnología marginal para consolidarse como un pilar estratégico para recuperar soberanía. España, con un potencial de producción que podría cubrir hasta el 50% de su consumo anual de gas natural, tiene en sus manos una de las llaves del nuevo tablero. Pero aprovecharla exige más que inversión: requiere visión de Estado y un cambio de enfoque. La independencia energética no es solo una cuestión de seguridad; también lo es de competitividad económica, resiliencia territorial y cohesión europea.


La urgencia de una energía propia
Nunca como en los últimos tres años la independencia energética había ocupado tanto espacio en la agenda pública. La guerra en Ucrania expuso la vulnerabilidad de una Europa que, mientras proclamaba la neutralidad climática, mantenía su industria dependiente del gas ruso. La reacción política fue rápida: en 2022 la Comisión Europea lanzó el plan REPowerEU, hoja de ruta para reducir la dependencia de Moscú y acelerar el despliegue renovable. Uno de sus pilares era el biometano, con un objetivo concreto: alcanzar 35.000 millones de metros cúbicos anuales en 2030, multiplicando por diez la capacidad existente.

El mensaje era inequívoco: no se trataba solo de frenar emisiones, sino de blindar la autonomía estratégica del continente. Y en esa ecuación, el biometano emergió como una de las pocas soluciones capaces de combinar descarbonización, desarrollo local y soberanía energética. A diferencia de otras renovables, no depende del sol ni del viento. Nace de residuos agrícolas, ganaderos, forestales o urbanos, y tras su purificación alcanza la misma calidad que el gas natural fósil, pudiendo inyectarse en la red sin necesidad de nuevas infraestructuras ni de cambios en hogares o industrias.


España, un hub por construir
España cuenta con condiciones singulares: potencia agrícola y ganadera, y una red gasista moderna y flexible preparada para gases renovables. Según un estudio de Sedigas, el país podría producir hasta 163 TWh de biometano anuales, equivalentes al 50% de su consumo actual de gas natural. Esta cifra permitiría no solo reforzar el suministro interno, sino también convertir a España en exportador neto hacia Europa: un auténtico hub del gas renovable en el sur del continente.

El impacto sería monumental. Reducir en un 45% las importaciones significarían menor exposición a la volatilidad internacional. Si en 2022 se hubiera contado con esa capacidad, cuando los precios se dispararon tras la invasión de Ucrania, los consumidores habrían ahorrado hasta 4.000 millones de euros. Pero no es solo una cuestión de costes: es autonomía. Una red descentralizada de plantas de biometano fortalecería la resiliencia energética ante futuras crisis o tensiones geopolíticas.

La realidad, sin embargo, está lejos de ese potencial. Hoy España cuenta con apenas 17 plantas operativas, frente a las 675 de Francia o las 250 de Alemania. Dinamarca, con una población mucho menor, ya produce suficiente biometano para cubrir más del 40% de su consumo nacional. La diferencia refleja estrategias nacionales divergentes. Mientras Francia ha articulado un sistema de primas a la inyección que garantiza ingresos estables a los productores, y Alemania consolidó su liderazgo con tarifas reguladas desde hace dos décadas, España ha relegado el biometano a un segundo plano. El PNIEC apenas contempla 20 TWh de biogás en 2030 y carece de un sistema estable de incentivos o un marco regulatorio específico para su despliegue.


Europa ya ha marcado el rumbo
El contraste con Bruselas es evidente. La Directiva de Energías Renovables (RED III), aprobada en 2023, fija metas más exigentes y reconoce el papel del biometano en la sustitución del gas fósil. Además, la creación de un sistema común de garantías de origen facilita su trazabilidad y comercio, abriendo la puerta a un verdadero mercado europeo en el que España podría ser exportador neto si aprovecha su capacidad excedentaria.

Pero no basta con esperar a que el mercado madure por sí solo. Impulsar el biometano como vector de independencia energética exige decisiones políticas. A corto plazo, se requieren objetivos vinculantes de producción e inyección acordes al potencial del país. Es urgente también simplificar los trámites que hoy retrasan proyectos durante años, y clarificar la normativa sobre el digestato, que puede convertirse en fertilizante orgánico si se regula adecuadamente.

Por encima de todo, el sector necesita certidumbre, también económica. A diferencia de otras renovables, el biometano implica inversión intensiva y costes recurrentes asociados a residuos, operación de plantas y conexión a la red. Sin un marco de rentabilidad clara será difícil alcanzar la escala que demanda la coyuntura. España debería estudiar mecanismos similares a los de países vecinos, donde han demostrado eficacia. Lo contrario es renunciar a una herramienta capaz de generar riqueza, empleo y autonomía.


Mucho más que energía
El valor del biometano trasciende con mucho la dimensión energética. Es una herramienta de cohesión social y territorial. Allí donde se instalan plantas de producción, se generan empleos directos en la operación y el mantenimiento, pero también empleos indirectos ligados a la recogida de residuos, la logística y los servicios auxiliares. Cada instalación supone puestos de trabajo adicionales y estables, en muchos casos en zonas rurales que sufren la pérdida constante de población activa.

Este efecto se multiplica en sectores como el agrícola y ganadero, donde el biometano ofrece nuevas fuentes de ingresos al dar valor económico a residuos que antes suponían un coste de gestión. La posibilidad de transformarlos en energía y fertilizantes orgánicos convierte a los agricultores y ganaderos en protagonistas de la transición energética, reforzando así el arraigo al territorio.

El biometano también contribuye a la llamada transición justa. Permite que zonas tradicionalmente dependientes de la minería o de industrias intensivas en carbono puedan reconvertirse hacia actividades sostenibles, generando oportunidades para las nuevas generaciones sin necesidad de abandonar sus comarcas de origen. En este sentido, se convierte en una política activa contra la despoblación y en un catalizador de la economía circular a escala local.

El biometano es también una pieza de la economía circular: convierte desechos en energía y productos útiles, reduciendo emisiones de metano asociadas a vertederos, explotaciones ganaderas o campos de cultivo, y mejorando la gestión de residuos municipales. Esa capacidad de cerrar ciclos productivos y ambientales lo convierte en un aliado natural de los objetivos de descarbonización y sostenibilidad.

Además, aporta flexibilidad al sistema eléctrico. Puede almacenarse y utilizarse en momentos de alta demanda, reforzando la seguridad de suministro en un contexto de electrificación acelerada. Esta capacidad de respaldo será cada vez más valiosa.

En definitiva, apostar por el biometano no es únicamente impulsar una tecnología renovable: es invertir en cohesión social, en empleo rural de calidad y en un modelo de desarrollo equilibrado que reduzca las desigualdades territoriales.


Una cuestión de soberanía
El sector necesita una estrategia nacional integral que combine ambición, coordinación institucional y coherencia normativa. Una estrategia que reconozca que el biometano no es solo una tecnología más, sino un activo energético y geopolítico que debe ser tratado con visión de Estado.

La independencia energética no es un eslogan. Es una condición indispensable para garantizar bienestar ciudadano, competitividad económica y seguridad energética. En un mundo donde la energía se ha convertido en arma política, los países que sepan aprovechar sus recursos renovables locales estarán mejor preparados para resistir presiones externas y construir un modelo sostenible.

El biometano permite hacer justo eso: generar energía limpia con recursos propios, fortalecer el tejido rural, reducir emisiones y disminuir la vulnerabilidad externa. Lo que está en juego no es un simple porcentaje del mix energético, sino una cuestión de soberanía.

España tiene el potencial. Europa ofrece el marco. Lo que falta es la decisión. El momento es ahora.

Artículo escrito por:
Naiara Ortiz de Mendíbil secretaria general Asociación Española del Gas (Sedigas)